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"El poeta es un fingidor. Finge tan completamente que hasta finge que es dolor el dolor que de veras siente. Y los que leen lo que escribe en el dolor leído siente bien, no los dos que él tuvo mas sólo el que ellos no tienen. Y así en los rieles gira, entreteniendo la razón, ese tren de cuerda que se llama el corazón". (Fernando Pessoa)

viernes, 11 de mayo de 2007

Cuentos de a Dos
Este cuento se está escribiendo por Laura Cambra y Christian Lucero...
Ella dice que no con la cabeza. Las lágrimas asoman a sus ojos y quedan suspendidas. Ella no suele llorar. Y en esa negativa silenciosa hay una determinación irrevocable. No es no. Es me harté. Es nunca más. Es no para siempre, con todo lo que siempre puede significar para alguien que se ha negado sistemáticamente a los universales. Ella dice que no con la cabeza y piensa, mientras tanto, en todas las veces que evitó el nunca, el siempre, el todo. Y, al ver la espalda de él mezclándose entre la gente que comienza la jornada de trabajo, se da cuenta de que ha fracasado. Comprende que quiso eludir los contrastes y las contradicciones de ese pequeño mundo en el que creció. Ese puerto crudamente bello en el que los hombres envejecen demasiado rápido y las mujeres, aun las más jóvenes, tienen manos de anciana. Donde el colorido se pierde entre la neblina. Donde los ojos están acostumbrados a reconocer los barcos que vuelven en un día tormentoso. Comprende que otra vez había perdido la partida y que, seguramente, los juramentos de amor eterno que escuchó tantas veces repetidos en la boca de algún marinero, se van junto con su gorra, a conquistar nuevos corazones, en puertos lejanos; y como zurcos en la mar sólo dejan una rastro de espuma que dura lo que el zarpe de la nave que se los lleva. Comprende que todo lo que le había pasado y todo lo que le estaba por pasar estaba ya escrito, y detesta comprobar que su abuela siempre había tenido la razón y, en el fondo, era una sabia. Cuánta razón tuvo la pobre vieja cuando le aconsejó, postrada en la cama, con sus últimos suspiros que había que aprender a cruzar las piernas y que se buscara un amor en tierra firme, de esos que trabajan en las fincas o en un Banco, que no pudiese alejarse tan lejos y tan rapidamente. Esas palabras las recordaba ahora con total claridad y habían cobrado una vigencia atroz en su actual estado. Estaba cansada y confundida. Se sentía sucia y al mismo tiempo -recordando la noche anterior- obtenía un secreto placer que la confortaba. De algún modo ella había permitido que los acontecimiento se fueran dando de aquel modo. Ya no era una adolescente, aunque su corazón se resistía a abandonar esa tierna edad, las relaciones amorosas que acostumbraba entablar repetían un patrón de conducta que, hasta ahora, el paso de los años y la experiencia no habían logrado modificar. Esta vez había juntado fuerzas y decidido que estaba harta. Que no quería comenzar de nuevo con el jueguecito de seducción. No quería volver a enviar otra maldita carta a San Francisco, a Hamburgo o al Callao, de la que jamás obtendría una respuesta. Secándose las lágrimas con las mangas de la blusa juró nunca más volver a sufrir por un hombre. Se paró frente al ventanal del living, que le daba una vista privilegiada a la bahía y pudo divisar, entre la bruma, un barco perdiéndose en el horizonte. Ahí se marchaban para siempre sus sueños de adolescencia y el amor que había creído verdadero. El último resabio de inocencia se lo había llevado ese marinero italiano que la noche anterior le prometió la luna y las estrellas. Una bandada de gaviotas acompañaba la embarcación. Las imaginó como sus sueños alejándose. Y se despidió de ellos. Cuando el barco desapareció en el horizonte borroneado por la niebla, se echó sobre el sillón y recordó su primer desengaño: Con toda la fuerza de sus diecisiete años se había enamorado de aquel tripulante polaco. Al igual que otras chicas de su edad a la caza de buenos partidos recién desembarcados, no había advertido las miradas vacías y decepcionadas de las muchachas más grandes y se había dejado llevar por los relatos apasionantes de los viajes, la necesidad de amor de esos hombres que las veían bonitas a fuerza de no haber tenido contacto con mujeres durante los largos meses en altamar, que las abrazaban con la misma sed con que bebían ginebra tras ginebra. Cosa bastante rara, la sonrisa del polaco, con todos los dientes, iluminaba el bar. Sus carcajadas eran sonoras y, ella pensó, sinceras. Cuando salieron de la taberna ya era casi medianoche. En un rincón oscuro, se dejó besar, primero casi inmóvil, para luego entregarse a las caricias sin reparos y despertar a un sentimiento desconocido, perentorio y voraz, sin saber que duraría lo que el reaprovisionamiento del barco y que la dejaría, para siempre, en estado de necesidad. Ahora, los ojos opacos y hoscos de esas mujeres que ya conocían la crueldad de la vida en el muelle, bailaban frente a ella como tristes recordatorios del consuetudinario abandono. Olimpia era su nombre. Se lo había colocado su padre, culpa del profundo amor que sentía por la historia antigua. Nunca estuvo muy contenta con tan peculiar nombre, pero sentía que tuvo más suerte que su hermana Covadonga y su prima Artemisa. Allá en el puerto abundaban los nombres ingleses y alemanes, pero llamarse así, en Valparaíso, podía constituir una verdadera calamidad. Olimpiada, como le llamaban sus amigas, era una chica baja y de tes oscura; tenía las piernas cortas y estaba excedida algunos kilos en el peso. Si bien no era fea, ciertamente no había sido bendecida con el don de la belleza. Artemisa, en cambio, era bella, con una piel del color de la canela y los ojos aceitunados; tenía el cabello largo y ondulado, y un rostro que lo mismo podía ser de la Habana o de Portugal. Tenía esa edad imprecisa entre los veintidos y los veinticinco años y un aire de mujer antigua, heredado, muy probablemente, de su abuela; las manos delgadas y la inteligencia eran herencia de su padre. La mañana en en que ocurrieron los hechos que voy a relatar y que dieron un giro inesperado a su, hasta ahora vida "normal", el cielo estaba cubierto de amenazantes nubes negras. Andaba vestida con una blusa blanca, de algodón, que dejaba entrever la generosidad del busto, con una falda larga negra de lino y unos zapatos bajos de color lila. Se puso un abrigo y salió rauda de su casa rumbo a la "congregación". Eran las diez de la mañana, había comenzado a llover. El empedrado de la callejuela, recién lavado por la lluvia, oscuro y deteriorado, contrastaba con el carácter pintoresco y, al mismo tiempo estridente de las casas de la cuadra que, aunque humildes, lucían orgullosas sus fachadas, recién pintadas con colores fuertes. El tránsito en la calle era más denso que de costumbre; habían carretas de carga alineadas a la orilla que permanecían detenidas, esperando que el tránsito, recién cortado, se reanudara. Artemisa caminó unos metros hacia la esquina para averiguar por qué las carretas no avanzaban. Antes de poder llegar al cruce del tranvía sintió que la detenían unos cargadores impidiéndole continuar el paso. En el piso yacía un hombre, aparentemente muerto. Al parecer había sido víctima de un asalto y tenía un cuchillo clavado a la altura del tórax. Un hilo de sangre recorría la calle cuesta abajo arrastrada por la incesante lluvia. Nadie había querido retirar el cuerpo antes que llegara la policía. Nadie había podido reconocer a aquel desafortunado jóven de razgos eslavos.
Una sombra nubló su mirada. En medio del bullicio del mercado, sus ojos pasearon por las mercancías que ofrecían los feriantes: higos maduros, racimos de uvas, odres de aceite de oliva, leche. Tomates, una montaña de papas, maíz. Se detuvo, consternada, en las piezas de carne: una pierna de cordero, la cabeza de un becerro sin el becerro, el cuerpo mustio de una gallina a medio desplumar con el cuello aún goteando. Los peces de agallas rojo vivo. Los colores le parecieron súbitamente brillantes pero no tenía tiempo para detenerse. Con la vasija de cerámica entre sus manos, eludía el movimiento febril de la feria, tratando de que ni una gota de la poción se perdiera. Recitó para sí uno de los cuarenta salmos que el maestro le había confiado cuando ascendió a un nuevo estadío en su educación chamánica. Ahora le estaba permitido practicar la bilocación y esto le producía, a la vez, excitación y miedo. Su primer viaje astral tendría lugar en pocos minutos en presencia del concejo de maestros. Esa era la condición: estar bajo riguroso control para no perder contacto con el cordón de plata que la traería de vuelta. De cortarse, su alma quedaría perdida sin remedio en ese recorte de la realidad al que pocos tenían acceso y su cuerpo moriría sin posibilidad de reencarnación. Ser una discípula de Pitágoras significaba conocer los secretos del cálculo pero también el poder mágico de las cifras, la curación, la magia. Era ser parte de un grupo pequeño de iniciados y responsable por la formación de quienes serían sus herederos. Era abandonar la vida cotidiana para sumergirse en un mundo de ascetismo, privaciones y aprendizaje continuo. Era recibir, como un preciado regalo, las recetas de las combinaciones de hierbas que facilitarían el trance, el viaje y el regreso. Una de esas mezclas, la que usarían en breve para ayudarla a viajar, era el tesoro que llevaba en la vasija. El grupo al que pertenecía, denominado "Congregación de Siddhartha", había sido declarado por la policía como una secta, por lo que estaba proscrito pertenecer a él tanto en el orden social como en el legal, debido a lo cual las convocatorias eran reservadas y las reuniones se realizaban en lugares privados y con caracteres de estricto secretos. Cuando llegó al lugar acordado tenía el pelo empapado. Miró a todos lados, cerciorándose que no la habían seguido. Bajó las escalinata de la calle e ingresó por una puerta despintada a una casa que parecía abandonada. La puerta era de madera. Junto a ella se observaba una ventana pequeña que permanecía cerrada y bloqueada a la luz por una guesa cortina. Dentro de la casa la esperaban otros discípulos para la ceremonia de iniciación. Al ingresar, se quitó la ropa húmeda, rápidamente, quedando completamente desnuda; guardó las prendas en una bolsa y se colocó una túnica amarilla que pendía de un colgador en el hall de la enrada. Revisó el recipiente y su preciado tesoro. El contenido estaba intacto. Abrió la puerta de una de las habitaciones que permanecía cerrada y observó al chamán que subía a paso lento la escalera que conducía al segundo piso de la casa. Llevaba entre sus manos una alforja con las hierbas destinadas al rito iniciático. Portaba una túnica, igualmente amarilla, con espigas de oro y calzaba unas sandalias color café. Al llegar al segundo piso había una baranda de madera donde estaban los demás iniciados; cada uno portaba una palmatoria con una vela blanca encendida. Al pasar el Maestro junto a ellos se inclinaron en señal de respeto. Artemisa subió las escaleras y sin pronunciar una palabra ingresó a la habitación principal, junto al chamán y a los otros doce hombre y mujeres que se encontraban reunidos. Las ventanas permanecían cerradas, por lo que no entraba luz natural y sólo las velas iluminaban el cuarto. Al medio habían levantado un altar. Artemisa miró al Chamán y éste le devolvió una mirada dulce, más parecida a una sonrisa. Estaba tranquila y lista para comenzar. El maestro comenzó un cántico que, a poco, fue seguido por las voces de cada uno de los iniciados. Era una sola palabra, repetida incansablemente en un tono grave y monótono. La muchacha, tendida sobre el altar, cerró los ojos. Inmóvil, envuelta en la túnica amarilla, comenzó a oír los suaves pasos de sus compañeros a su alrededor. Escuchó, tras el salmo, las cadenas de los inciensarios. Olió las hierbas quemándose. Sintió que el humo espeso le llenaba los pulmones y que el alma, empujada por el mismo humo, se fugaba por su ombligo hasta conformar en el aire de la habitación una nube luminosa y apacible. Sin perder la noción de lo que sucedía a su alrededor y habiendo comprobado la fortaleza del cordón de plata que la unía al cuerpo, se lanzó a través de las paredes. No hubo roces ni dolor ni traba alguna, simplemente un suave traspasar ladrillos y ver, asombrada, las partículas que los formaban, las coloridas moléculas, la inmovilidad de los átomos y el furioso giro de los electrones. Una vez fuera del recinto, flotó por las calles desiertas de un lugar desconocido. Angostas, cubiertas de losas color terracota. La rodeó la transparencia filosa del aire. La intensidad del momento era tal que, aún sabiendo que era imposible, se sintió llorar. Con el impulso que otorga la certeza, se dirigió a una construcción pequeña, sobre el lado izquierdo de la callejuela. Al traspasar la puerta de madera se le impregnaron los aromas de la savia, la edad del árbol, una temporada de sequía que casi lo mata, la riqueza de la tierra en la que había crecido, el dolor de la tala, y el amor del ebanista que había tallado las molduras.Dentro de la casa advirtió, por los pocos enseres desparramados, la pobreza de sus habitantes. En un rincón, echada en la penumbra, una mujer lloraba.
-"Zbigniew", repetía incansablemente.
-"¿Dónde estás? Ahora cuando más te necesito. Tú no estás y yo ahora estoy sola.
-¿Dónde te llevó tu deseo de fortuna?".
Artemisa se sorprendió. Comprendió que el idioma que oia no era español ni francés, sin embargo, ella podía entender perfectamente lo que la mujer balbuceaba. Se volvió a sorprender cuando comprobó que aquélla no movía los labios y que ella era capaz de escuchar lo que la mujer estaba pensando.
-"Zbigniew, marido mío, ¿dónde estás? ahora que nuestro hijo ha muerto".
Súbitamente se vió en la calle porteña cercana al mercado. Llovía a cántaros. Dos hombres de chaquetones negros y gorras revisaban un cuerpo que permanecía inherte en el suelo, bajo la lluvia. No pudo verle el rostro, pero advirtió su ejemplar estatura; empuñaba en la mano izquierda un relicario cubierto de sangre.
Todo sucedía de manera vertiginosa. De la habitación casi vacía a la callejuela del puerto. Del pensamiento de la mujer al bullicio de la multitud. Del silencio acongojado a los gritos de auxilio. Miró su cordón y advirtió que estaba perdiendo firmeza. Pero no podía, justo en ese momento, regresar. Algo le decía que su presencia era necesaria. Algo la instaba a tratar de unir las dos escenas para llevar alivio a esa mujer en desgracia.
De pronto, las imágenes frente a ella se borronearon. Escuchó, superpuestos, varios diálogos. Las voces de sus compañeros de logia se mezclaron con el llanto de la mujer, que aún pedía por su marido y con la respiración entrecortada del hombre que trataba de revivir a quien, sin llegar a comprender cómo, ella sabía que era Zbigniew. Entonces, para aumentar su confusión, la imagen de una jovencita, casi una niña, se presentó ante ella. Tenía la blusa blanca manchada de sangre y un cuchillo en la mano derecha. Parecía una feriante que acababa de sacrificar a un animal para ofrecerlo en su puesto pero, cuando la miró con más atención, se dio cuenta de que lloraba desconsoladamente. Aunque no articulaba palabra, en medio de los sollozos, Artemisa advirtió que la jovencita se lamentaba.
–¡Ay, abuela! Perdóname. Perdóname, por favor. Lo creí sincero. Lo creí en el barco. Lo creí lejos para siempre. Perdóname, abuela. Perdóname si puedes.
Artemisa volvió a reparar que el cordón que la unía a su cuerpo se hacía cada vez más débil.
Luego no hubo más imágen ni sonido. Pareció entrar en una cámara oscura. Había perdido definitivamente contacto con la otra dimensión. Tenía la sensasión de haber recorrido los pasillos de un extenso laberinto y no haber podido hallar la salida. No podía precisar cuánto tiempo transcurrió desde que comenzó la bilocación, pues los hechos se habían sucedido en forma tal que le era imposible determinarl su duración como el orden en que se habían sucedido.
Al "despertar" observó que el Maestro la miraba desde el costado derecho del altar. Le tenía agarrada fuertemente una de sus manos. Su rostro denotaba una sonrisa serena y dulce, devolviéndole la calma y la tralléndola de regreso a la cómoda"realidad".
Minutos después, mientras relataba a sus compañeros la experiencia, Artemisa se dio cuenta de que algo había cambiado para siempre. Al tiempo que hablaba de su primer y trascendental viaje, en su cabeza bullían preguntas que requerían de una respuesta urgente. ¿Quién era la mujer que se lamentaba en algún lugar del mundo por la ausencia de su marido? ¿Por qué la imagen de esa joven pidiendo perdón con las manos ensangrentadas la había llenado de piedad y comprensión, como si la conociera de antes, de siempre? ¿Por qué la sola mención de esa abuela que disculparía todos los errores la había situado en el regazo tibio de su propia abuela, tan sabia y tan serena?. En realidad, Artemisa había ingresado a la congregación como parte de una búsqueda personal, indiscriminada y urgente, que respondía a leyes incomprensibles para ella: buscaba sin saber qué, no importaba cómo, para un objetivo que desconocía, pero debía buscar. Advirtió que, durante toda su exposición, el maestro no había dejado de observarla con infinita dulzura. Al finalizar, el anciano apoyó su mano en la frente de la joven y, sin dejar de mirarla, le dijo:–"Tu misión ha terminado". Artemisa se sobresaltó. Su misión no podía haber terminado luego de ese primer viaje. Aún no tenía las respuestas, sólo más preguntas. Como si hubiese estado leyendo cada uno de sus pensamientos, sonriendo, prosiguió:–"En las preguntas están escondidas las respuestas". La joven se resistía a aceptar que esas palabras la ponían fuera del grupo y creía que algo debía haber hecho de manera incorrecta para ser expulsada sin más luego de la experiencia que había vivido instantes atrás y que le había despertado un sentimiento de avidez totalmente nuevo. Dirigiéndose al grupo de iniciados que los habían acompañado durante todo ese tiempo, el maestro expresó con orgullo: –"He aquí, hermanos, a mi mejor alumna a quien debo despedir en estepreciso momento para que su sabiduría interior complete el aprendizaje que comenzó con nosotros".Artemisa sintió que el suelo se abría bajo sus pies. Sin decir palabra, se despojó de la túnica amarilla y la puso en manos del maestro luego de doblarla cuidadosamente. Invadida por una cierta decepción, volvió a ponerse sus ropas y salió a la calle. Afuera la ciudad latía de manera acelerada. Había dejado de llover y el sol se reflejaba en cada charco.
Al regresar a su casa sentía una profunda decepción. Se preguntaba por qué había estado preparandose casi un año para este día y todo para nada. Sentía que el chamán había estado jugando con ella y vinieron a su mente pensamientos obsesivos de descepción. Pensó que el chamán era un charlatán. Esa sonrisa dulce y tranquilizadora del maestro ahora le parecía cínica. La rabia se apoderó de su corazón. Miró por la ventana del cuarto, y pudo contemplar las nubes discipándose en el cielo. Concentró la mirada en un barco que arribaba al muelle. Covadonga, su prima menor, abrió de golpe la puerta de la habitación. -Disculpa Artemisa, te he estado esperando hace horas, nos tenías procupados a todos, ¿dónde te habías metido?, le dijo.
Artemisa miraba fijo por la ventana, sin responder, concentrada en la enorme embarcación que estaba recalando en la bahía.
-Prima, contéstame, ¿no has escuchado lo que sucedió esta mañana en el mercado?, requirió Covadonga.
-Sacada de su ensimismamiento, Artemisa respondió. Disculpa, ¿qué dices?, tenía la mente en otro lado. Por favor, repíteme, que ha sucedido, nuestro padre está bien?
-De qué me hablas prima, tu padre murió hace años y el mío me abandonó al nacer.
-Te digo que estamos procupados por tí, has desaparecido por horas de la casa. Esta mañana la policía ha detenido a un hombre; se le acusa de ser el líder de una secta satánica y lo encontraton con una daga ensangrentada. Dicen que tiene que ver con el asesinato que se produjo hoy.
-Artemisa, horrorisada, olvidó los pensamientos oscuros que hacía unos minutos invadían su mente. Sintió remordimiento y compasión. No podía tratarse de su maestro, tenía que existir una explicación.
-Está bien prima, te contaré todo a mi regreso, debo salir de inmediato. Dile a todos que me viste, que me encuentro bien y que regresaré pronto.
-¿A dónde vas?, preguntó Covadonga.
-Como un asertijo sin respuesta, le dijo: A buscar a tu prima, a tu única prima.
Las sombras en los cerros comenzaban a estirarse. La noche era fría. A lo lejos se encendió una lucesita, luego otra, al poco rato, todas las calles de los cerros estaban iluminadas por los faroles de aceite. Pensó en dirrigirse a la casa de la congregación. Dudó. Sería peligroso. Comenzó a sentirse desesperada por no saber dónde dirigirse y recabar información. Recordó de súbito el relicario que el hombre tirado en la calle agarraba en su mano inherte. Sintió que alguien la invitaba a su subir a un coche. Le pareció que subía y obtuvo una tranquilidad infinita. Todo parecía andar bien. El coche se detuvo en la profundidad de un bosque. Ella descendió despacio y se paró enfrente de los caballos. El cochero era el chamán.
De la espesura surgieron las siluetas familiares de sus compañeros de la congregación y fueron formando un círculo a su alrededor. Con los ojos clavados sobrelos del maestro, que aún seguía sentado en su lugar de cocherc y con lasriendas en la mano derecha, Artemisa comenzó a llorar. Agitada, gritabaque la habían engañado, que se habían servido de ella para cometer uncrimen imperdonable, que eran todos unos farsantes y asesinos. Unaráfaga de viento sacudió las ramas de los árboles, inquietó a loscaballos y revolvió el cabello largo y blanco del chamán que, con vozgrave, dijo:–Nada es lo que parece. Siempre hay algo debajo de lo que está másabajo. Siempre hay algo arriba de lo que está más arriba.La joven estaba cada vez más alterada:–¡Basta de palabras vagas y bonitas! ¡Basta de mentiras que sólo ocultanel mal! Ustedes están al servicio de quién sabe qué oscuros intereses yyo no quiero estar envuelta en ninguna tarea sucia.Mientras los hombres y mujeres que la rodeaban iniciaban un cánticoplañidero, el chamán volvió a hablar:–Lo sucio debe limpiarse, el mal debe purgarse y la luz, tu luz, es loúnico que podrá presentar combate a las oscuras fuerzas que se handesencadenado. Tú, Artemisa, eres la luz. Tú, Artemisa, eres el bien.Tú, Artemisa, eres la guerrera sin espada a quien se le ha destinado latarea.Mientras hablaba, el maestro había descendido del coche y caminadolentamente hacia la joven que no podía contener el llanto y la ira.Cuando llegó junto a ella, apoyó contra la frente lisa y despejada elfilo de la daga y acercó al torso palpitante las delicadas filigranas deun relicario. Artemisa cayó al piso como fulminada por un rayo. Sinembargo, no había perdido la conciencia de lo que sucedía a sualrededor. Los cánticos se hicieron más fuertes, más monótonos. La jovense sintió suspendida a unos pocos centímetros del colchón de hojas secasque tapizaba la tierra del bosque y envuelta en una intensa luz que laserenaba y que tocaba apenas a todos los presentes. Dentro de la burbujaresplandeciente en la que se encontraba comenzaron a desarrollarseescenas distintas y simultáneas. Vio a su prima, escondida en laoscuridad húmeda de una callejuela empedrada, besándose de manera procazcon un hombre casi pelirrojo y de ojos amarillos como luciérnagas. Vio asu padre muerto, retorciéndose de dolor en una habitación vacía yhelada. Lo escuchó repetir su nombre antes del último suspiro. Vio a sumadre abriendo una carta y echándose a llorar. Vio a su abuela con lamirada perdida en el horizonte brumoso del puerto. Se vio a sí misma,junto a la mujer pobre de su viaje astral; abrazándola y consolándola.Vio un bebé y supo que era el hijo que aún no había concebido. Vio alchamán y a todos los discípulos bañados en sudor. Y vio sus manossanando heridas. Y su boca desgranando palabras incomprensibles queotros repetían. Y sus brazos, estrechando con ternura a un hombredesconocido con una herida mortal en el pecho.

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