poesia universal y+

"El poeta es un fingidor. Finge tan completamente que hasta finge que es dolor el dolor que de veras siente. Y los que leen lo que escribe en el dolor leído siente bien, no los dos que él tuvo mas sólo el que ellos no tienen. Y así en los rieles gira, entreteniendo la razón, ese tren de cuerda que se llama el corazón". (Fernando Pessoa)

sábado, 21 de abril de 2007

Círculo de Luna

"Chuang Tzu soñó que era una mariposa.
Al despertar ignoraba si era Tzu
que había soñado que era una mariposa o
si era una mariposa y estaba soñado que era Tzu".
.
La Luna parecía un inmenso ojo que observaba desde el cielo todo el valle. Ana se había levantado tarde ese día, por lo que no tenía mucho sueño a la hora habitual. En el valle de Casablanca la gente acostumbra irse a acostar temprano. "Demasiado temprano", se quejaba Ana. Jugaba con un cigarrillo entre los dedos y no se animaba a encenderlo. Parecía que espera que algo pasara. Que alguien viniera a sacarla del tedio, del típico aburrimiento que caracterizaba el pueblo donde había nacido. Mirando el vacío de la noche, intentó imaginarse su vida en otro lugar. Comenzó a dibujar una escena: una gran ciudad donde el frío arrecia en invierno y los veranos son apenas cálidos, con calles eternamente iluminadas y transeúntes bulliciosos. Eligió para sí misma el rol de curadora de una galería de arte ubicada en los suburbios de moda. Se vio saliendo de un departamento en el lado opuesto de la ciudad, cruzando un parque y abordando el subterráneo. Deslizándose entre la multitud con destreza, ajena a los rostros, los ruidos. Inmersa en sus propios pensamientos. Cuando llegó a la galería la encontró cerrada. Susana, la muchacha que la ayudaba tenía que haberse marchado hacía poco rato. Eran cerca de las 6 de la tarde de un día viernes, los empleados no trabajaban horas extras, al menos, no en la galería "Moinvison". Inútilmente buscó las llaves dentro del bolso. No las encontró. Entonces, recordó que las había dejado tiradas sobre la cama de la habitación antes de salir. No era habitual en ella ese tipo de descuidos ni tampoco el lenguaje vulgar, pero terminó echando una puteada contra Susana que, en el fondo, iba dirigida a sí misma. Volvió a meter la mano en el bolso. Cogió un cigarrillo del paquete y lo encendió. Le dio dos piteadas antes de tirarlo y parar un taxi. Se sentía algo tonta, cómo iba explicarle a Carlos que los bosquejos estaban en la Galería y que ella no los tenía porque había olvidado las estúpidas llaves. Habían quedado de juntarse en el café "LA LUNA" y ya estaba atrasada, por lo que no tenía tiempo de regresar a buscarlas. Al cerrar la puerta del taxi echó una última mirada a la calle. Vio las luces de los faroles reflejándose en las ventanas de los edificios bajos. Miró a la gente que caminaba apurada de regreso a sus casas. Antes que el taxi virara en la esquina alcanzó a divisar la señalética de la calle que decía: "Stroget del 399 al 499". Tuvo la sensasión de encontrarse en un lugar equivocado. De no encajar en esa escena ordinaria. Incómoda, parpadeó. En ese instante volvió al valle de Casablanca. A su abulia, su sencillez y su aburrimiento. Miró hacia los lados y hacia abajo, donde se desplegaba el caserío. En el tiempo que había estado imaginando las pocas luces que quedaban encendidas se habían apagado. Quizo, por un momento, ser una de esas mujeres que alegremente cumplían con sus tareas en aquel rincón olvidado por el mundo: Clara, con sus cinco hijos y la chacra, trajinando entre los almácigos; Isabel, la encargada de la tienda de ramos generales; Mercedes, con su camioneta desvencijada pero indestructible, atravesando vados en busca de objetos curiosos para hacer sus artesanías. Pero no. Así como ellas descansaban ahora en el valle y ella las miraba desde ese lugar más cercano a las estrellas; Clara, Isabel y Mercedes estaban felices con sus monótonas existencias mientras que Ana añoraba una vida que no conocía pero que presentía con la intensidad con la que algunos presienten la llegada del verdadero amor. Alzó la cabeza hacia la luna detestando encontrarla nuevamente plácida, redonda y fría. Con el cigarrillo sin encender todavía jugando entre sus dedos se preguntó si la luna se vería igual desde otro lado. ¿Alguien estaría mirando la luna, en ese mismo momento, en otro lugar del planeta preguntándose qué hacer de sus días?. Tal vez esa mujer que había imaginado hasta pocos minutos atrás, esa misma Ana situada en otro espacio, lanzada a otro destino, pero con la misma sensación de ser una extranjera en su propio habitat tuviese la respuesta. Cerró apenas los ojos, tratando de reconstruir la escena: la calle equivocada, las señales desconocidas, el barrio silencioso y en penumbras. Su gesto de disgusto al ver alejarse el taxi y comprender que estaba perdida y sola.
Al llegar al café no divisó de inmediato a Carlos. Simulando haberlo encontrado se hizo paso entre la gente que, a esa hora, repletaba el lugar. Pensó que no había elegido el mejor sitio para una cita de negocios. "La Luna" era un café-bar que reunía emigrantes latinoamericanos, africanos y europeos del este, pero igualmente concurrido por daneses, belgas o franceses. Llevar unos bocetos a lápiz de un pintor desconocido del siglo XVII a un comprador cualquiera hubiese sido una pésima idea, pero llevarlos a un cliente como Carlos, un español tan rico como exéntrico no le pareció tan estúpido cuando la llamó el día anterior para concretar el negocio. Cuando vio a Carlos, sentado en una mesa, esperándola, se sintió más tranquila. Hasta podría afirmarse que por primera vez durante el día había sonreido. A Ana le preocupó que Carlos se decepcionase de ella. No sólo por el inexcusable olvido de los dibujos, sino por su aspecto físico, que nunca le había gustado del todo y que desencajaba con el prototipo nórdico o sajón predominante en su familia. Con anterioridad sólo había estado con el comprador una vez y el encuentro había sido tan breve que Ana sólo recordaba parcialmente su rostro, pero lo suficiente para reconocerlo en esta ocasión. Habían hablado por teléfono dos o tres veces y su voz jugaba a su favor, pues le daba un aire indudablemente más juvenil del que realmente tenía. Ana no era una mujer bella, más tampoco podría afirmarse que fuera fea. Una extraña mezcla de razas convergía en su oscuro rostro. La nariz torcida, los ojos grandes y opacos, los labios delgados, hacían imposible no fijarse en la cara, sobretodo por el enorme lunar que poseía junto al labio inferior, el cual portaba como un defecto indefinible -casi obsceno- del que no se podía tener certeza, a primera vista, si se trataba de una mancha velluda o de un pelotón de carne. Y si bien se sentía algo ridícula por el ejercicio de seducción telefónica, también era lo suficientemente inteligente –y cáustica– como para pensar, de inmediato, que su aspecto y perfil no desentonaban con los de los visitantes asiduos de ese bar casi marginal. Ana había hecho de sus peculiaridades y de su estilo una firma. El mundo de los compradores de obras de arte la reconocía como un lince a la hora de seleccionar tanto piezas únicas e inadvertidas como la producción de artistas jóvenes que a poco serían reconocidos y exitosos. Se acercó a la mesa y se sentó. La camarera, inusualmente solícita pero de seguro presintiendo la propina que podrían dejarle, le ofreció una lista que Ana rechazó con un seco: "Gin doble con hielo". Fue presa de un súbito cansancio. Algo parecido al hastío la atrapó como una garra invisible. Tomando de a pequeños sorbos la bebida transparente sentía cómo entraba helada a su boca y atravesaba su garganta dejando una estela ardiente. En ese local lleno de humo, ruidoso y confuso como una Babel moderna, poblado de gente rara y de gente que iba allí con el sólo objetivo de ver gente rara, se le cruzó, por primera vez en su vida, el fantasma de una añoranza sin nombre, desconocida y difusa. Un gesto de Carlos, con su apostura innegablemente latina, su traje de buen corte y sus zapatos italianos que desentonaban de manera llamativa con "La Luna", la sacó de ese momento extraño. Ana sonrió pensando que ése era el momento exacto para comenzar a pedir disculpas por su aspecto, por ese bar, por el arrabal donde se encontraban y, sobre todo, por no tener las ilustraciones. Pero su cliente se embarcó en un colorido monólogo acerca de los problemas de la finca andaluza, las vacaciones en Marbella y su última comida informal con el Rey Juan Carlos.
-Eh!?, ¿Ana? concuerdas conmigo, escuchó que le decía Carlos.
-Como no estaba dispuesta a dar nuevas explicaciones, lo miró a los ojos y le dijo: absolutamente! y tomó la iniciativa en la conversación, la que hasta ahora había constituido un simple monólogo, falsamente disfrazado de tertulia, gracias a las risas que Ana incorporaba, estratégicamente, durante los silencios de su interlocutor. Carlos no era un tipo mal parecido, era alto y aseado, sin embargo, no logró despertar ningún sentimiento especial en Ana, quien había aprendido a no imbolucrarse con sus cliente y mucho menos a mantener una relación romántica.
-¿Y los bocetos?, ¿los podemos pasar a ver mañana temprano en a la galería?, le dijo Carlos, mientras asia una copa de vino.
-"Claro", respondió Ana. "A las 10" -pensando en el dinero que obtendría por los falsos bocetos que por tercera vez vendería a un millonario estúpido que se creía experto en arte-.
Llegó tarde a su departamento, después de haber atravesado media ciudad. Se había levantado temprano y estaba muy cansada. Se sacó los zapatos, tomó el último cigarrillo del paquete y salió a la terraza. La noche estaba inusualmente cálida. La luna estaba llena y parecía un inmenso ojo que observaba desde el cielo toda la ciudad. Sintió de nuevo esa añoranza sin nombre, desconocida y difusa que había sentido horas antes en el café. Ahora, sin el ruido del bar y sin la presencia perturbadora de su cliente, pudo concentrarse e identificar el sentimiento. Era un deseo incontenible de estar en otra parte. De marcharse lejos y no regresar. Ana comenzó a dibujar una escena: un valle tranquilo y verde. Quiso, por un momento, ser una muchacha de campo que alegremente cumplía sus tareas en un rincón olvidado por el mundo. Pensó que esa otra mujer que soñó que era, miraba la luna desde la terraza de su casa sencilla, y era hermosa como las flores silvestres y ya no tenía ese horrible lunar que tanto odiaba. Siguió mirando la profundidad de la noche, jugando con un cigarrillo entre los dedos que no se animaba a encender.
Fin?

Escrito por Laura Cambra y Christian Lucero

2 comentarios:

Blogger CANGREJO ha dicho...

Un verdadero logro percibir la coerencia de un realto escrito de a dos como un juego de las palabras donde las descripciones de personas, situaciones y lugares comunes permite deleitarnos solo por el placer de imagionarnos el momento sin importar para nada el desenlace final. Bien por la idea.

23 de abril de 2007, 16:54  
Anonymous Anónimo ha dicho...

Mi amor:
excelente lo escrito con la señora argentina Laura Cambra.
"El que lee aunque se halle confinado en una aldea vive el movimiento universal.La lectura fecunda el corazón dándole intensidad, calor, expansión a los sentimientos; es poderosa para curar los dolores del alma.
tu esposa y yu hija que te aman

28 de abril de 2007, 11:27  

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